Y que me cuentas de aquellas pinceladas en el manto azul. De aquellos trazos blancos tenues, disipados, casi transparentes, que buscan a su vez involucrase con aquél azulino, de forma que al tocarse por los extremos se decantan y abrazan al mismo tiempo, los azules pasan al blanco, como los blancos de forjan en azules mientras se van acariciando sus puntas. Eolo no nos deja de impresionar cuando está decidido a realizar trazos y pinceladas, cuando se guarda su tiempo para hacer aquello que nosotros llamamos arte. Virtud, singularidad de los dioses, la armonía es el objeto, por eso no quito la vista de aquel manto azulado. Y ante todos estos escenarios es inevitable darle vuelta esos estados mentales que buscan enaltecerse hacia lo sagrado, a la armonía, a lo virtuoso. Inevitable es dejar de embriagarse con el olor dulce y seductor de plantas y flores, aquel que inunda el olfato y no lo suelta en su búsqueda por dominarla maquinación. Como tampoco es posible seguir escuchando el agudo cantar de las cigarras, quienes entontan los zumbidos más dominadores a ritmo de la intensidad del sol. Y que era de ese sosiego, que te invitaba a creer en la armonía, la ascensión a lo sagrado. Y que no era de paraísos y dulces sueños. Que era del todo virtuoso y su constante afán de conquistar lo humano, arrepentido de la vasta sagacidad mental y el bendito albedrio en todos sus actos.
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