Cuando era de edad impúber fue todo un descubrimiento para mí. Los enormes relieves de la tierra representados en colinas personificaban misterios y peligros, cubiertos de espesos árboles y demás yerbas que ocultan las más extrañas criaturas vertebradas y ponzoñosas, o aquellas invertebradas no menos peligrosas, todas al acecho, esperando el mejor momento para lanzar un letal ataque ante cualquier perturbación de su espacio vital, como sería el plantar tan sólo un pie en él. Todo visto desde abajo.
Árboles y matorrales de todo tipo, incluso fuera de toda nomenclatura, poseedores de enormes ramales entrecruzados creando la perfecta guarida de todas aquellas criaturas, o bien, para que muchas otras no consigan huir de la espesura; incluidas en ese galimatías una variedad de hojas de todos los tamaños y tonalidades verdes posibles. Naturaleza muerta que no podía faltar con sus formas más siniestras, a veces adorables, que aportaban matices marrón al paisaje, negándose a caer sobre el césped verde y grueso.
Esta vez el escenario no deja de representar lo mismo, sólo que ignoro de dónde he logrado un mayor arrojo para darle una vuelta y ascenderle, como tampoco para rememorarlo en estos momentos. No cuestiones de dónde ha salido la bravura. Sólo piensa que allá arriba de pronto el silencio se vio perturbado por el agudo sonido producido por las cigarras, aquél que ataranta y pretende adormilar los sentidos, resaltando por encima de todos aquellos diminutos ruidos de los animales de corral posados en la lejanía de los prados. Situación que presagiaba el traslado a aquéllos tiempos en que era estar abajo, el del miedo a quedar a merced de las verdes profundidades con todas aquellas criaturas extrañas, incluida esa sensación de revestimiento que no deja espacio a lo demás, sólo a la absorción de una presa.
Pero todo el embelesamiento cae cuando surge una resistencia al ruido lineal y perturbador de las cigarras, rompimiento que es provocado por lo ahora cotidiano, el tronar de los motores de los notables vehículos y uno que otro sonoro grito de los pobladores de los alrededores.
Lo que ahora es, mirar desde las alturas de las colinas, detenerse en lo que existe allá abajo, encontrar nuevos temores — estos si fundados, divisar lo de abajo incluida toda la complejidad de aquello que habita en él. Esa condición para reproducirse, su sagacidad para consumir este hábitat bajo licencia de la supervivencia y sin mostrar signos de saciedad.
Qué era de miedos y misterios. Hoy sólo es de contemplaciones y el alimento del aire puro, sin dejar pasar aquello de la condición humana.